
La Champions siempre había sido mi trofeo favorito. Cuando tomaba sentido mi carrera profesional, no confiábamos en que la Selección pudiese lograr los éxitos que finalmente consiguió. España, entonces, destacaba en categorías inferiores y era un sueño ganar cualquier torneo absoluto. Por eso veía más cerca poder ganar la Liga de Campeones o cualquier otro torneo de club. Al final, en mi segunda temporada con el Chelsea levanté la famosa copa que tanto había deseado. La sensación fue indescriptible, más aún después de ganar al Bayern de Múnich en su propia casa y superando una tanda de penaltis. Quizás todo no se desarrolló según el guión que yo habría escrito, pero, de una forma u otra, ser Campeón de Europa resultó lo máximo.
Semanas antes habíamos conquistado otro título, la F.A. Cup británica, ganando al Liverpool en la final de Wembley. Fue mi primer título con un club, algo que me había faltado y que por fin conseguí tras sólo un año y medio en el Chelsea. Después de las grandes alegrías con la Selección con la Eurocopa y el Mundial, además de los títulos con las categorías inferiores, estrenar mi palmarés de club era la principal ambición y con los ‘blues’ colmé mis expectativas con un sensacional doblete. Después de un comienzo de temporada difícil, sin conseguir resultados y cambiar de técnico a mitad de temporada, nadie apostaba por nosotros. Sabíamos que trabajando en equipo podíamos alcanzar los objetivos y, al final, conseguimos dos títulos.
Pero la Champions era algo más que una ambición. Había estado cerca de ella, pero nunca tanto. En mi primera temporada en el Liverpool FC, precisamente el Chelsea nos apeó de la final tras una prórroga que resolvió una semifinal apasionante. Después, llegué en otras dos ocasiones a cuartos de final: una con los ‘reds’, también nos eliminó el Chelsea, y otra la temporada 2010/11 ya de ‘blue’. Lamentablemente, el Manchester United nos dejó fuera. Por eso, siempre había dicho que la Champions era la máxima meta a la que aspiraba, una meta que acabó por hacerse realidad el 19 de mayo de 2012 en el Allianz Arena de Múnich.
El camino hacia la final no fue sencillo. Primero en la fase de grupos no nos clasificamos hasta la última jornada, gracias a una victoria decisiva en Stamford Bridge ante el Valencia. Después en octavos el Nápoles nos situó al límite con un 3-1 en el estadio San Paolo. Afortunadamente corregimos la eliminatoria en Stamford Bridge y en cuartos no pasamos tantos apuros frente al Benfica portugués. En ‘semis’ esperaba el gran Barça. Conocía de sobra al equipo por la cantidad de amigos y compañeros de la Selección que lo habían ganado todo con Guardiola. Además, en mi etapa del Atlético se me daba muy bien como rival. En la ida ganamos con mucho esfuerzo por 1-0. Sabíamos lo que había que hacer para superar al Barça en el Camp Nou y funcionó. Empatamos 2-2 con un hombre menos y tuve la ocasión de marcar el segundo gol: ¡estábamos en la final!
El reto era titánico. El Bayern de Múnich nos esperaba en una final que se jugaba en su propio estadio, aunque sólo la calidad de sus jugadores ya era suficiente para complicarnos el camino hacia el título. Lo más peligroso de su juego, el contragolpe. Esa era la amenaza y algo de lo que debíamos estar muy pendientes. La clave era saber leer bien el partido y elegir cuál era el mejor momento para hacer daño. Aún así veía la final al cincuenta por ciento, ya que nuestras ganas y las de nuestra hinchada por conseguir el título equilibraban la balanza.
El ambiente del estadio era tremendo. Los cánticos de una y otra afición resonaban por todos los lados y fue a más cuando comenzó el partido. El juego se desarrolló como habíamos planeado. El Bayern asumió la iniciativa e hicimos lo posible por no encajar. Cuando más apretaban, más nos unimos ante las dificultades. Jugamos con inteligencia y con cabeza, haciendo el partido que debíamos hacer para sacarlo adelante. Nos enfrentábamos a un gran equipo y lo sabíamos. Nuestra única oportunidad era aprovechar nuestras bazas y supimos leer bien el partido.
El momento más difícil fue cuando marcó Müller en el 83’. Por entonces las fuerzas escaseaban y la prórroga con el 0-0 parecía la mejor solución, pero consiguieron marcar y nos pusieron contra las cuerdas. Aún así nuestra ilusión era suficientemente fuerte como para empatar y así fue, a saque de esquina de Mata y cabezazo de Drogba. Después prórroga y los penaltis. Cech fue nuestro salvador al detener los lanzamientos de Olic y Schweinsteiger, mientras que Drogba marcó el definitivo para proclamarnos ¡Campeones de Europa!
Cada partido, no digamos cada final, es diferente. No se pueden comparar. Había vivido hasta entonces cinco finales y, aunque afortunadamente en todas ganó mi equipo, todas fueron diferentes. Pero la de Múnich es en la que más he sufrido: por verlo desde fuera, por entrar al campo con todo perdido, por vivir el desenlace que la manera que fue... Cuando Drogba marcó el penalti definitivo sentí una emoción inexplicable. Mi sueño de niño se hizo realidad y nunca podré olvidarlo.




















